Aquel país que pareció posible
Mis años dorados de juventud transcurrieron entre la universidad y el trabajo. Una carrera veloz marcada por el frenético ritmo trimestral, pero también por frustraciones y limitaciones de un proceso democrático nacional lleno de baches y deficiencias
Maricécili Mora Ramis / marimora68@gmail.com
Algunas veces la nostalgia es un error, aunque sea un acierto estético. Lo digo porque apegarse al pasado, que solo es abordable mediante un mecanismo preciosista como la memoria, es una forma de negar los cambios o, al menos, resistirse a ellos. Sin embargo, no hay otro punto de partida que el que se construye con base en lo vivido, y es imposible sustraerse a veces a ese juego.
Mis años dorados de juventud transcurrieron entre la universidad y el trabajo. Una carrera veloz marcada por el frenético ritmo trimestral, pero también por frustraciones y limitaciones de un proceso democrático nacional lleno de baches y deficiencias, un desarrollo hecho a retazos mal zurcidos, y unos sueños de trasformación ilimitados. Irse del país lucía la única salida, muertas ya las ideologías que habían alimentado a nuestros maestros y demás figuras de admiración. Los apagones, las colas terribles para conseguir gasolina, el retorno del viejo caudillo, Balaguer, la sombra de Bosch y el liderazgo desdibujado de un Peña Gómez que llevaba sobre sus espalda el fiasco de dos gobiernos consecutivos del PRD, ofrecían la imagen de un país fracasado, estancado, conservador y corrupto, que malgastaba el hito logrado con el inicio de la transición política que despuntó en 1978.
El modelo de enseñanza y formación del INTEC nos alimentó y afianzó ese espíritu crítico que cuestionaba el orden existente, que usaba como escarpelo infalible todo lo aprendido y que veía en el conocimiento el medio para dejar atrás tanto atraso y frustración. INTEC lucía así parte del epicentro de esa ebullición, con sus seminarios, coloquios, investigaciones, clases y actividades extracurriculares. Un aire de cierta valiente irreverencia. Soñábamos con la extinción o sustitución de los caudillos, el advenimiento de una nueva generación de líderes políticos y sociales que empujaran al país hacia otro paradigma de progreso social y material, de apertura política. Subyacía, pues, una esperanza de transformación, aunque el escepticismo paralizara cualquier atisbo de militancia partidista. Creíamos que el cambio era solo cuestión de sustituir la vieja generación por la nueva, y procurábamos pensar y actuar como si fuéramos a formar parte de ese relevo.
Debo confesar que me perdí el tránsito de aquella etapa finisecular y ésta en la que encuentro al país y a nuestra sociedad. A ratos percibo a una sociedad en la que el desengaño parece acompañarlo todo, una reticencia a querer incidir en el curso de lo colectivo, a favor del atrincheramiento en la vida privada y en una dinámica de autosubsistencia que parece consumir las energías.
La Universidad, como institución universal, luce replegada a su ámbito interior, con más recursos que los que había entonces, con un mejoramiento sustancial de sus planes de estudios y su organización institucional, pero más alejada de la idea de ser motor del cambio social. En ese repliegue sale perdiendo una juventud ajena al curso de la realidad de su país, desasistida en alicientes culturales, que antes alentaba, en nuestro caso, el área de cocurriculares. Una juventud volcada en su crecimiento profesional, que no le gusta leer, que busca el artificio técnico, en desmedro del humanismo y sus valores. Una juventud ávida de formar parte del mercado laboral, del ejército de agentes de la subsistencia individualista.
Crecer hacia dentro, sin hacerlo a la vez hacia fuera, es perder una de las misiones primigenias del saber y del conocimiento. Defender esa impronta de involucrarnos más allá de la formación académica, es un compromiso que debemos asumir como irrenunciable. Aunque el país no llegue a convertirse en aquel que soñamos, no cabe duda de que sin las universidades, nunca logrará ser algo distinto a lo que ya conocemos.